sábado, 3 de diciembre de 2011


A mal tiempo…

Me despertaron los truenos.
-¡Que manera de llover!
Encendí la luz. Las cinco de la mañana.
-¿A quién se le ocurriría salir a la calle con este tiempo?
No terminé de pensar eso, que oí un ruido en la escalera. Me asusté, pero mi curiosidad pudo más; me levanté sigilosamente. Era un sonido muy suave, más bien, un ruidito; bajé y me quedé estupefacta: el hombrecito de la casita del tiempo estaba al pie de la escalera.
-¿A dónde vas con este tiempo? Le pregunté.
Lo raro es que me contestó: “me encanta la lluvia, voy a dar una vuelta”.
-¿A esta hora?
-No me importa la hora. Siempre que llueve salgo. Hoy me viste, otras veces no. ¿No quieres venir conmigo?
-No, no me animo. Nos vamos a mojar.
-Hice un pacto con la lluvia, nunca me moja. Es una maravillosa aventura ir debajo del agua y no mojarse.
-¿Y a esta hora a dónde podemos ir?
-¡Estamos en verano, pronto amanecerá; los parques están hermosos!
Me convenció, me vestí rápidamente y salimos.
Llevé mi paraguas (para mantener las apariencias).
Al salir a la calle, el hombrecito tomó la apariencia de un señor común. ¡Era tan alegre! ¿Todo era divertido, él, la lluvia y los charcos que no mojaban. ¡Amaneció y el espectáculo era una belleza que quitaba el aliento!
El parque se iluminó de un tono plateado; el canto de la lluvia sonaba como una obra de Mozart. Me ofreció un bombón.
-¿Un bombón? ¿De dónde lo sacaste?
-Siempre los llevo conmigo; en los días de lluvia hay que comer bombones, son la mejor compañía. Bueno, es hora de volver -me dijo.
Al entrar a casa tomó su tamaño habitual, me guiño un ojo y se metió en la casita.
Me desperté dichosa con ese sueño tan hermoso.
Ya estaba el sol en pleno.
Lo que nunca supe es de dónde salieron los bombones que tenía sobre mi mesa de luz.  

                                                                                                      
                                                                                                            Cristina Besozzi



Sube al colectivo apurada por su arranque repentino y se ubica en esa noche cálida que anticipaba la llegada del verano.
Mira por la ventana envuelta en una extraña sensación que nunca antes ha experimentado al emprender un viaje directo a su casa. Comienza a mirar con más detenimiento a la gente que camina por la vereda.
Algunos van a mayor ritmo que otros: una mujer habla por celular, un hombre con su cabello rapado vistiendo un traje negro, una colegiala con varios libros y mochila repleta, una ejecutiva joven, veinteañero con sueños de rock y una guitarra al hombro, un nene riéndose.
La muchacha observa la porción de cielo que le toca desde la ventana. Reflexiona acerca de una nube, el primer plano de una estrella que al parecer reposa sobre la textura esponjosa de las alturas, un faro que ilumina la calle de una temerosa  oscuridad, procurando el buen andar de los otros.
Otro colectivo le permite ver a través de él una vereda que, ahora, parece más lejana con sus personajes desvaneciéndose como figuritas de gelatina, producto del efecto de una doble capa de ventanas.
Viajando en contrasentido, como lo hace, comprende que algo no está del todo encaminado. No es común que mediante su observación casi efímera sea capaz de comprender cada dolor, cada pasión contenida, cada amor correspondido y cada lágrima seca. Nunca los vio en su vida pero, sin embargo, sabe mucho de ellos casi por accidente.
Entiende todo de los desconocidos que conoce a la perfección y a la vez, no logra comprender nada de lo que rodea su cuerpo. Después de siete cuadras, capta, al fin, su privilegio y lo que significa poder ver el desarrollo de los caminos ajenos...
          Inmediatamente se siente afortunada ya que, llegada la hora de bajar del colectivo, ella, a diferencia de muchos, tiene en sus manos la chance de encarar su recorrido viajando en sentido correcto.


                                                                                                                           
                                                                                                                       Nerea Otero

martes, 29 de noviembre de 2011



Olor a Jazmines

Olor a jazmines,
diciembre olvidado.
Viejas Navidades,
dormidas en mi ser.

Con ruidos y sueños,
los ojos abiertos
sorpresa y encanto,
mi dulce niñez.
     
Una mesa larga,
Bullicio, alboroto,
sonido a campana
y a cascabel.

Papa Noel sonriente
con dientes de nieve
y una bolsa llena
con pan dulce de miel.

Cáscaras de nueces,
el abrazo tierno,
un turrón partido
no puedo morder.

El inquieto entorno
junto al arbolito,
que apaga sus luces
y vuelve a prender.

Farolito chino.
Estrella que guía,
al niño dormido
junto a sus pies.

Seis años tenía
que lindos recuerdos,
un aroma dulce
lo hizo volver.

Nostalgias y tiempos
que habían pasado
con seres queridos
que ya no encontré.
                                                   

                                                       Marta  Aranguren 24/10/2011





viernes, 25 de noviembre de 2011



La noche y las sombras

Estoy en el pórtico.
La noche da al paisaje
un complemento raro
de embrujados brebajes.

El sol se ha escondido,
se percibe una dulce paz.
Todo se cubre con negros tules,
forman ahora una nueva  faz.

Renacen a la vida, las sombras
envueltas en oscuro antifaz,
se arrastran cual la lava,
con empuje decidido y pertinaz.

Son espectros vivientes
que invaden los rincones,
que siguen nuestros pasos,
que muerden los talones,

que trepan a los árboles,
que escalan los tapiales
reflejando apariencias
de formas fantasmales.

Se agitan en la fronda,
se mecen con el viento,
y con la aurora escapan
como escapa el aliento.

Al despuntar el día
nadie se acuerda  de ellas,
musas arrobadoras,
oscuras, tristes , bellas…

que en la noche callada,
tenebrosa y desierta…
envolviéndolo todo
nos acecha despierta.

Pentagrama de sombras,
de ritmos sincopados,
releguen el asedio…
que la luz, ha llegado.

                                                                              
                                                          Ana Riveira

lunes, 7 de febrero de 2011



Adorable Mumy

-Mamá, estoy en Lomas, comprándome un vestido. Venite así me ayudás -dijo Graciela, mi hija, en el teléfono.
Yo vivía a pocas cuadras del centro de Lomas, y ella,  bastante más lejos. No nos veíamos muy seguido, pues mi hija estaba siempre muy ocupada. Era ésta una buena ocasión para un encuentro. Le pedí los datos del negocio y salí.
La estación estaba a dos cuadras de casa, así que pasé por un costado para tomar Laprida. Había largas filas de personas esperando colectivos, y tras de una de ellas, en un rincón lleno de papeles y basura, llamó mi atención una caja de cartón llena de gatitos, maullando lastimosamente. Eran cuatro o cinco, y todos muy bonitos, pero por lo que vi, eso no lograba seducir a ninguno de los que estaban ahí.  Tuve el impulso de llevar uno conmigo, pero sabía que había dos problemas: uno era que debía entrar a un negocio a buscar a mi hija, el otro, mucho mas serio, que a mi marido le gustaban poco los gatos y menos dentro de un departamento.  Era algo que difícilmente permitiría.
Así que seguí mi camino y comencé a buscar a mi hija. Muchas veces he recordado las simples cosas que sucedieron después, en breves minutos, y estoy segura de que la mano de algún ángel del cielo que protege a los animalitos (decir que Dios mismo se ocupó de eso, me parece irreverente, pero la verdad en el fondo…lo creo!) hizo que mi búsqueda de Graciela fuera vana, pues a pesar de sus muchas explicaciones, no pude encontrarla ni en ese ni en otros negocios alrededor. 
Volví  a casa. Pasé de nuevo por la estación y allí estaban todavía los pobres gatitos clamando atención. Me arrimé a ellos, los tomé, los acaricié. Hay en los gatos un encanto que normalmente me fascina. Pero éstos encima eran tan pequeñitos, tan desprotegidos…sopesé los riesgos. Uno de los problemas había desaparecido:  ya no tenía que entrar a la tienda. El otro era que tal vez mi marido no aceptara su presencia en la casa…por la higiene, el espacio, etc…, como siempre argumentaba.  Pero ya tenía  en mis brazos un gatito rubio de pelito largo.
Levanté la vista y la gente de la fila me miraba con interés.
-¿Va llevarlo? -preguntó una voz.
-Sí -le contesté embobada.
-Ese otro es el mas bonito -me dijo señalando la caja.
-¿Cuál?
Varias voces contestaron enseguida:
-El gris, ese de la perita blanca…sí, sí…el gris…
Cambié de gato. Después de todo la elección había sido unánime y yo debía ser la equivocada, sobretodo considerando que para mí  todos los gatos son atractivos.
Volví a casa con mi tesoro, pensando que, como fuera, iba a defender su lugar en la familia.
Apenas llegué, una nueva llamada de Graciela, me obligó a volver al centro comercial. Dejé el gatito en el departamento y  volví por la misma vereda, orillando la estación, y noté que ya no había suciedad en ese rincón. Todo estaba impecablemente barrido y limpio…y… ¡tampoco estaba la caja con los gatitos!
Yo había tardado unos diez minutos en  ir y volver  a ese lugar… Trataba de  entender. Pero al mirar hacia adelante, vi el camión de la basura alejándose.  Pensar en que los gatitos iban en el camión me estrujó el corazón.  Me pregunté si  ellos, o alguno de ellos, habrían pensado en un lugar mejor para llevarlos, pero tuve la triste impresión de que lo más probable era que pasarían por la compactadora. 
La estación de Lomas, al menos en ese tiempo, estaba llena de gatos que andaban por los tejados y dormían sobre los ventanales, junto a las escaleras.  Alguien tal vez había sacado esa camada de gatitos para hacer “limpieza”.  Entonces me felicité por haber salvado al menos uno.  Y de haber visto por mis propios ojos lo cerca que había estado mi gatito de correr la misma suerte.
Cuando volví a casa me ocupé de alimentar al gatito, de buscar un arenero y  prepararle una camita.  Mi esposo protestó al encontrarse con él, pero mis hijos ayudaron a convencerlo, “al menos  por ahora “ fue lo que dijo.
Su pelo gris descolorido y opaco fue mostrando un cambio notable. Se puso de un gris más oscuro,   sedoso y brillante. Tenia las cuatro patitas blancas, como si fueran botitas, una especie de babero también blanco en su pecho y en la perita otra mancha blanca.
En la veterinaria nos enteramos que era gata. Pero ya estaba insertada en nuestra familia y sabiendo que podíamos esterilizarla,  silenciamos las protestas de mi marido. Le pusimos  por nombre Mumy.
Unos meses mas tarde tuve que viajar por un par de semanas y dejé a  Mumy al cuidado de mis hijos.
Sucedió que unos días después mi esposo retiró su arenero del baño, pero no lo renovó.
La gata orinó en una alfombra.  Cuando volvió él de su trabajo el dpto olía mal. Molesto,  mandó a nuestro hijo más pequeño a llevar la gata a la calle, lo cual el pobre tuvo que hacer, aunque compungido. 
David, otro de mis hijos, volvía a casa después de una actividad cuando encontró a nuestra gata maullando bajo un arbolito en la vereda.  Volvió al dpto. con ella en sus brazos. El padre protestó pero no volvió a desalojarla. Desde ese día, David decía que ahora Mumy le pertenecía, y de algún modo tenía razón.
Las proezas que hacía la gatita en sus alegres juegos diarios, eran algo que valía la pena observar. Como el dpto tenía un living comedor bastante largo (ocho metros), ella corría de un extremo a otro y a la velocidad que venía, apoyaba la cabeza en el suelo y daba vueltas carneras. Los ejercicios de ella nos reunían a verla y reírnos divertidos…incluso a mi esposo. Y hubo algunas visitas que la pudieron ver haciendo esos brincos y no lo podían creer.
No necesitó mucho tiempo para conquistar el ogro que parecía ser mi esposo. 
Al año siguiente nos mudamos a Banfield, a una casa. Nos preocupaba un poco el hecho de mudarnos con respecto a la gatita. Era fácil mantenerla encerrada en el dpto pero la casa tenía fondo, medianeras, vecinos…pensamos que se nos podía escapar.
Ella se pasó tres días encerrada en nuestro dormitorio sin hacer el menor intento de salir afuera. Luego se fue aventurando cautelosamente  a recorrer la casa, pero ni se arrimaba a la puerta que daba al jardín del fondo.
Un día, tomando coraje, se asomó muy despacio a esa puerta….miró el patio de baldosas, luego hacia las plantas y fue levantando la vista hasta llegar a lo alto de un árbol, a un costado del patio, que se mecía con la brisa. Entonces sus ojos  se agrandaron espantados y corrió hacia el dormitorio, de donde no salió hasta el otro día.
Comprendimos que le costaría adaptarse a muchas cosas, ya que  su mundo anterior en el dpto era tan limitado, que seguramente aquel árbol debe haberle parecido un monstruo amenazante. Le llevó su tiempo ir acostumbrándose y mucho mas tarde aprendió a trepar y andar por los techos como corresponde a un gato.
Ella se convirtió en la “Reina” para mi marido, que así le llamaba, y  se ocupaba de su alimento y de darle todas las mañas que ella tuviera. Por ejemplo, a pesar de que su alimento era el balanceado, y de que el veterinario nos dijo que no debía comer otra cosa, a Mumy le encantaba el hígado a la plancha, y mi marido se preocupaba de que no le faltara su porción cada noche. Ella eligió para dormir  la almohada de mi marido, y cuando él se acostaba y ella ya estaba ocupándola, mi marido se acomodaba con otra almohada más abajo, tratando de no molestarla, porque si ella notaba que estaba estorbando, se levantaba y se iba…cosa que él no podía permitir…!  Y así dormían los dos, ella de verdad como una reina y mi marido con veinte centímetros de sus pies y tobillos en el aire.
Un día decidí regalarle a mi marido un gato siamés, pues habíamos conocido a algunos y nos sorprendieron por su inteligencia. Para Mumy fue un golpe bajo.  Fue como un antes y un después en su vida.  Cuando lo vió por primera vez, con  ojos enfurecidos se acercó cautelosamente y apenas lo olfateó, le lanzó un terrible gruñido felino y desapareció. La encontramos luego en la habitación de mi madre, que tenia su pequeño dpto a metros de la casa, y tardó mucho en perdonarnos,  aunque no totalmente, ya que varios meses después sólo entraba a veces comer,  y daba algunas vueltas por la casa, pero volvía a la habitación de mi madre y dormía con ella. Tardó más de un año en reconciliarse con nosotros y volver a dormir en nuestra cama.
Con los años extrañamos sus travesuras, las piruetas que hacía en el aire, y mi marido, que explotaba esas habilidades, pidiéndole que hiciera la vueltita carnera antes de darle su porción de hígado (cosa que ella hacía cada vez),  dejó de pedírselo porque notamos que le costaba demasiado. Sin embargo conservaba su estampa elegante y solía sentarse sobre un mueble en el comedor a observarnos tomar mate,  o comer, o simplemente  reunidos, brindándonos su compañía  como si comprendiera que ella tenía su lugar entre nosotros.
Mumy  murió a los dieciséis años, justo cuando nosotros estábamos de viaje, y mi hija, que quedó en la casa para cuidarla, tuvo la dura tarea de enterrarla  en un lugar escondido del jardín, tras una enorme planta de hortensias.  Nuestro gato siamés,  al que ella nunca aceptó como amigo, pese a todos los intentos de él por conquistarla, solía perdérsenos a veces y lo encontrábamos sentado allí,  sobre la pequeña tumba de Mumy,  donde parecía meditar.
Solo quien ha tenido y valorado la presencia de un animalito en su vida, puede comprender el dolor que se siente,  porque verdaderamente se convierten en parte de nuestra familia.
Ella nos amó, nos conquistó, y aportó alegría a nuestra vida, y su recuerdo todavía nos acompaña.

                    
                                                                                                                  Norma Martin