miércoles, 17 de noviembre de 2010

 

El viaje


                ¡Qué bien! Me tocó un buen lugar. ¡Este viaje es muy largo!
                Suerte que hace un tiempo hermoso, me recuerda el día de mi casamiento, ni frío ni calor, una luminosidad perfecta. Creo que cuando nació Paulita el tiempo estaba igual.
           ¡Paulita! ¡Qué bonita mi niña! ¡Mi nena! Ahora tiene veintisiete años. Cuando tuvo varicela a los ocho años, ¡qué manera de mimarla! Me acuerdo que vino el Dr. Müller, el médico de cabecera, y le trajo un osito rosa. Cuando cumplió los quince, hicimos una fiesta hermosa, hasta vino el Dr. Müller y bailó con ella.
                Para festejar nuestros veinticinco años de casados con Juan fuimos a las cataratas y el clima era maravilloso como éste.
                ¡Cuántos recuerdos me acompañan en este viaje!
                ¡Estoy demasiado melancólica!
                ¡Hacía rato que no viajaba sola...
                Tengo para rato, creo que llegaré al amanecer...
               Me acuerdo de Payasa, ¡qué linda perrita, cuánto la amábamos! Murió de viejita. Era una santa, aunque parezca una herejía. Nos la había regalado el Dr. Müller...
                No hay como estar con uno mismo para hacer un balance de la propia vida.
                “No sólo fueron espinas, también hubo rosas” como dijo Amado Nervo.
            Ahora siento frío, es increíble cómo bajó la temperatura, suerte que vine bien equipada.
                ¡Me da sueño!...
                ¡Oh! ¡Cuánto dormí!...
                ¡Está amaneciendo!...
                ¡Qué nubes rosas!...
                ¡Qué maravilla!...
                ¡Qué luz incomparable!...
                ¡Ya llegué!
                Se me hizo corto el viaje...
                ... Debe ser aquí, en esta puerta inmensa.
                ¿A ver? “Toque la campana”
                Tan. Tan. Tan.
                − ¿Quién es?
                − Soy Ana Luisa... ¿Está San Pedro?
                − ¿Quién la envía?
                − El Dr. Müller...


                                                                                           Cristina Besozzi, 29/9/10

miércoles, 20 de octubre de 2010



La novia

Se apareció de pronto en la estación Retiro
Vestida, toda ella, como un blanco jazmín.
Y era, entre el sordo rumor de los transeuntes,
como una nota aguda, nacida de un violín.

¡Hoy me caso! ¡Me caso! Anunciaba triunfante.
Pidió a un guarda sonriente, la dejara pasar.
Y paseó en el andén, ella, su algarabía,
y el vestido de novia adornado de azahar.

Luego subió en el subte para observar, dolida,
la tibia indiferencia de los demás.
¡Hoy me caso...! ¡Me caso...y nadie dice nada...!
¡Mi novio está esperando junto al altar!

Bajó en Lavalle, punto de su rutina,
que diariamente cumple subiendo a un tren.
Anunciando una boda que nunca llega.
Paseando su locura sobre un andén.

¡Tantas locuras pasan inadvertidas...!
La tuya, pobrecita, tuvo un color...
Yo me quedé pensando: ¿Cuál es tu historia?
Tu locura, muchacha, ¿fué por amor?


            
                                                                                      

                                                                                        Norma Antonia Martin

sábado, 2 de octubre de 2010


                     Niño de la calle
                     Yo te conozco, te he visto:
                     estaciones de trenes,
                     colchones contra paredes,
                     refugio bajo los puentes,
                     banco junto a las fuentes,
                     son las casas que tú tienes.

                     Éstas son las que prefieres
                     a los míseros ranchitos,
                     llenos de violencia y gritos
                     donde el hambre de los niños
                     y la falta de cariño,
                     te hacen sentir maldito.

                     Es la calle que te brinda
                     una libertad falsa
                     ya que la ciudad rebalsa:
                     delito y drogadicción
                     no te dan la solución.
                    ¿Dónde puede estar tu casa?

                    ¿Cómo salvar tu familia?
                     si la sociedad tuviera
                     la fuerza de madre fiera,
                     dejar de ser codiciosa,
                     ser más gente generosa.
                     Si la sociedad quisiera…

                     Con todo mi corazón,
                     niño de la calle ¡perdón!

                                            
                                                                            María Mesquida

Salvataje
                Era un día azul, tan claro que el cielo parecía más infinito que nunca. El sol brillaba en todo su esplendor, acariciándome;  mientras yo, bien abrigado, me dirigía al amarradero donde guardaba a “Margarita”, la embarcación que construí años atrás y que me ayudaba a ganarme la vida.
            El viento frío me anunciaba que venía del mar y presagiaba que las condiciones no eran las más apropiadas para un día de pesca.
            ¡Tal cual! Cuando divisé las aguas que reflejaban como un espejo el azul del cielo, vi  las crestas blancas que coronaban las pequeñas pero seguidas olas; mi instinto me dijo:
            -Mal día para salir. ¡Está picadito el mar!
            Pensé en mi mujer que esperaba el fruto de mi trabajo para venderlo en el mercado.  Pensé en mis hijas que necesitaban zapatillas y… no lo pensé más. Me abroché la chaqueta, me calcé el gorro de lana hasta las orejas, revisé a “Margarita” y me medité:
           -Está un poco des pintada, pero sigue siendo fuerte.
            Remando me alejé de la costa. Cuando un lugar me gustó me detuve y me puse a encarnar el espinel mientras me daba aliento pensando:
           -Te voy a llenar de pescado, “Margarita”. ¡Ya verás!
            De pronto, voces y risas ¡Qué raro! En ese lugar donde el mar era el dueño de los sonidos:
           -¿Serán las gaviotas?- pensé.
            Pero no, un pequeño yate se aproximaba y ancló cerca de mi bote. A bordo seis o siete personas parecían disfrutar del paseo.
            Me pareció que un bulto se descolgaba. Los gritos me lo confirmaron:
            -¡Hombre al agua!- gritaban.
            -¡Ayúdelo, por favor!- decían una y otra vez.
            -Tírenle un salvavidas- les respondí.
            Así lo hicieron, pero el náufrago pareció no verlo.
           Mi mente pensaba rápidamente: por lo visto nadie de la embarcación iba a tirarse y yo… veía el mar bastante bravo, sentía el frío en mi cara y en mis manos, me paralizaba la indiferencia de sus compañeros, pero no podía dejar de ver los manotazos  desesperados y supe lo que debía hacer. 
            Me saqué la chaqueta, los botines y me lancé al agua. La desesperación no me dejó sentir el frio y no se de dónde saqué fuerzas para avanzar. Cuando estuve a su lado y traté de ayudarlo en vez de aferrarse a mi, trató de golpearme.
            -Manotazo de ahogado- pensé – Está desesperado. Pero de repente sus ojos negros me dieron su mensaje:
            -¡No quiero que me saques! ¡Déjame morir!- y seguía tratando de hundirme para ir él conmigo a las profundidades.
            Mi instinto de supervivencia me hizo recordar las lecciones de salvataje y sacando fuerzas que solo el miedo a la muerte da, lo así enérgicamente del cuello  con un brazo y con el otro nadé hacia el salvavidas. Ya en cubierta sus ojos seguían fijos en mí con una expresión de odio que no puedo olvidar. A mis oídos llegaban frases que poco a poco fui hilvanando:
            -Había tomado mucho- decían unos.
            -Si, por eso se cayó- agregaban otros.
            -Para mí, se quiso suicidar, esa es la verdad.
            Sin conocerlo supe que esa era la realidad. Su mirada me dejaba sumergido en un mar de dudas. Me veía luchando con  el agua para salvar a alguien que no quería salvarse ¡Dios mío!
            A medida que la costa se acercaba, sentí que las dudas se disipaban; al tocar tierra firme ya estaba tranquilo.
            Quizás mi pobre náufrago no quería vivir, pero Dios me había usado para darle la oportunidad de que mañana lo pensara mejor.

                                                                                                   

                                                                                                     María Mesquida