Salvataje
Era un día azul, tan claro que el cielo parecía más infinito que nunca. El sol brillaba en todo su esplendor, acariciándome; mientras yo, bien abrigado, me dirigía al amarradero donde guardaba a “Margarita”, la embarcación que construí años atrás y que me ayudaba a ganarme la vida.
El viento frío me anunciaba que venía del mar y presagiaba que las condiciones no eran las más apropiadas para un día de pesca.
¡Tal cual! Cuando divisé las aguas que reflejaban como un espejo el azul del cielo, vi las crestas blancas que coronaban las pequeñas pero seguidas olas; mi instinto me dijo:
-Mal día para salir. ¡Está picadito el mar!
Pensé en mi mujer que esperaba el fruto de mi trabajo para venderlo en el mercado. Pensé en mis hijas que necesitaban zapatillas y… no lo pensé más. Me abroché la chaqueta, me calcé el gorro de lana hasta las orejas, revisé a “Margarita” y me medité:
-Está un poco des pintada, pero sigue siendo fuerte.
Remando me alejé de la costa. Cuando un lugar me gustó me detuve y me puse a encarnar el espinel mientras me daba aliento pensando:
-Te voy a llenar de pescado, “Margarita”. ¡Ya verás!
De pronto, voces y risas ¡Qué raro! En ese lugar donde el mar era el dueño de los sonidos:
-¿Serán las gaviotas?- pensé.
Pero no, un pequeño yate se aproximaba y ancló cerca de mi bote. A bordo seis o siete personas parecían disfrutar del paseo.
Me pareció que un bulto se descolgaba. Los gritos me lo confirmaron:
-¡Hombre al agua!- gritaban.
-¡Ayúdelo, por favor!- decían una y otra vez.
-Tírenle un salvavidas- les respondí.
Así lo hicieron, pero el náufrago pareció no verlo.
Mi mente pensaba rápidamente: por lo visto nadie de la embarcación iba a tirarse y yo… veía el mar bastante bravo, sentía el frío en mi cara y en mis manos, me paralizaba la indiferencia de sus compañeros, pero no podía dejar de ver los manotazos desesperados y supe lo que debía hacer.
Me saqué la chaqueta, los botines y me lancé al agua. La desesperación no me dejó sentir el frio y no se de dónde saqué fuerzas para avanzar. Cuando estuve a su lado y traté de ayudarlo en vez de aferrarse a mi, trató de golpearme.
-Manotazo de ahogado- pensé – Está desesperado. Pero de repente sus ojos negros me dieron su mensaje:
-¡No quiero que me saques! ¡Déjame morir!- y seguía tratando de hundirme para ir él conmigo a las profundidades.
Mi instinto de supervivencia me hizo recordar las lecciones de salvataje y sacando fuerzas que solo el miedo a la muerte da, lo así enérgicamente del cuello con un brazo y con el otro nadé hacia el salvavidas. Ya en cubierta sus ojos seguían fijos en mí con una expresión de odio que no puedo olvidar. A mis oídos llegaban frases que poco a poco fui hilvanando:
-Había tomado mucho- decían unos.
-Si, por eso se cayó- agregaban otros.
-Para mí, se quiso suicidar, esa es la verdad.
Sin conocerlo supe que esa era la realidad. Su mirada me dejaba sumergido en un mar de dudas. Me veía luchando con el agua para salvar a alguien que no quería salvarse ¡Dios mío!
A medida que la costa se acercaba, sentí que las dudas se disipaban; al tocar tierra firme ya estaba tranquilo.
¡Tal cual! Cuando divisé las aguas que reflejaban como un espejo el azul del cielo, vi las crestas blancas que coronaban las pequeñas pero seguidas olas; mi instinto me dijo:
-Mal día para salir. ¡Está picadito el mar!
Pensé en mi mujer que esperaba el fruto de mi trabajo para venderlo en el mercado. Pensé en mis hijas que necesitaban zapatillas y… no lo pensé más. Me abroché la chaqueta, me calcé el gorro de lana hasta las orejas, revisé a “Margarita” y me medité:
-Está un poco des pintada, pero sigue siendo fuerte.
Remando me alejé de la costa. Cuando un lugar me gustó me detuve y me puse a encarnar el espinel mientras me daba aliento pensando:
-Te voy a llenar de pescado, “Margarita”. ¡Ya verás!
De pronto, voces y risas ¡Qué raro! En ese lugar donde el mar era el dueño de los sonidos:
-¿Serán las gaviotas?- pensé.
Pero no, un pequeño yate se aproximaba y ancló cerca de mi bote. A bordo seis o siete personas parecían disfrutar del paseo.
Me pareció que un bulto se descolgaba. Los gritos me lo confirmaron:
-¡Hombre al agua!- gritaban.
-¡Ayúdelo, por favor!- decían una y otra vez.
-Tírenle un salvavidas- les respondí.
Así lo hicieron, pero el náufrago pareció no verlo.
Mi mente pensaba rápidamente: por lo visto nadie de la embarcación iba a tirarse y yo… veía el mar bastante bravo, sentía el frío en mi cara y en mis manos, me paralizaba la indiferencia de sus compañeros, pero no podía dejar de ver los manotazos desesperados y supe lo que debía hacer.
Me saqué la chaqueta, los botines y me lancé al agua. La desesperación no me dejó sentir el frio y no se de dónde saqué fuerzas para avanzar. Cuando estuve a su lado y traté de ayudarlo en vez de aferrarse a mi, trató de golpearme.
-Manotazo de ahogado- pensé – Está desesperado. Pero de repente sus ojos negros me dieron su mensaje:
-¡No quiero que me saques! ¡Déjame morir!- y seguía tratando de hundirme para ir él conmigo a las profundidades.
Mi instinto de supervivencia me hizo recordar las lecciones de salvataje y sacando fuerzas que solo el miedo a la muerte da, lo así enérgicamente del cuello con un brazo y con el otro nadé hacia el salvavidas. Ya en cubierta sus ojos seguían fijos en mí con una expresión de odio que no puedo olvidar. A mis oídos llegaban frases que poco a poco fui hilvanando:
-Había tomado mucho- decían unos.
-Si, por eso se cayó- agregaban otros.
-Para mí, se quiso suicidar, esa es la verdad.
Sin conocerlo supe que esa era la realidad. Su mirada me dejaba sumergido en un mar de dudas. Me veía luchando con el agua para salvar a alguien que no quería salvarse ¡Dios mío!
A medida que la costa se acercaba, sentí que las dudas se disipaban; al tocar tierra firme ya estaba tranquilo.
Quizás mi pobre náufrago no quería vivir, pero Dios me había usado para darle la oportunidad de que mañana lo pensara mejor.
María Mesquida
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